Hna. Ana María Carmona Vera

La hna. Ana María Carmona Vera nació el 17 de junio de 1936 en Saint Joseph, Misouri, U.S.A. y falleció el día 27 de enero de 2016 en Caracas, Venezuela.

 

La Hna. Lucelia Ramírez, con quien compartió los últimos meses en la comunidad de Atapirire nos cuenta así su experiencia junto a Ana María:

 

«GRACIAS SIMONIA POR EL ENCARGO DE CUIDAR A MI HERMANA»

El estar al lado de nuestra hermana Ana María y cuidar de ella se inició desde que aparecieron los primeros síntomas de su última enfermedad, que en realidad no supimos cuando fue ese  inició, precisamente por la manera de ser de Ana María que rehusaba hacerse ver de médicos, o hablar de sí misma. Lo de ella era callar o  responder siempre: «Estoy bien», «No tengo nada». Las que convivíamos con ella veíamos que en realidad no era así, algo no estaba bien, pues al sentarnos a la mesa ella  se servía  poquísimo y al exigirle o exigirse comer un poco más, realmente le era imposible. Su estómago no se lo permitía. Por lo que decidimos llevarla a un gastroenterólogo con fama de ser un buen especialista que además resultó tener un buen corazón pues no nos cobró ninguna de sus consultas. Después de análisis de laboratorio y otros exámenes especializados dio como diagnóstico dos úlceras de estómago, que según el resultado de la biopsia para CA dio negativo.

 

 

Vinieron luego otros especialistas al presentar otros síntomas: no podía cuidar de sí misma, donde se sentaba se quedaba dormida, un sueño que comenzó a agudizarse de tal manera que si no se la llamaba se prolongaba muchas horas también una gran inseguridad al caminar y dificultad para estar de pié con la sensación de caerse por lo que necesitaba ayuda permanente. El único diagnóstico que teníamos era: “Síndrome cognitivo y de piernas inquietas”. Por todo esto y al acercarse las fiestas de Navidad que obligaba a cada una de las hermanas ir a un pueblo diferente, la hermana Simonia fue a Atapirire con el carro para traernos a las dos a Caracas, el 19 de diciembre. Esta decisión fue bien aceptada tanto por Ana María como por la comunidad, era apenas lógico, en ningún momento se podía dejar sola a Ana María ni viajar con ella a los pueblos  y tanto en Atapirire como en Caracas estábamos  tres hermanas.

Gracias también a esta comunidad de Cumbres que nos acogió con tanto cariño y que todas: Simonia, Visitación, Natalia, y nuestra postulante Wenderling, tomaron como suya la atención de nuestra hermana enferma, prodigándole sobre todo cariño, cercanía y preocupación por que se alimentara bien preparando con esmero lo poco que podía comer, animándola a que  recibiera cada cucharada de su mano y que lo hacía más por complacernos que por gusto. Era para ella un sacrificio tener que comer por la dificultad que le suponía, también las medicinas que acabamos triturándolas y no las rechazaba a pesar del mal sabor.

 

El último signo que apareció fue la ictericia que se fue haciendo más intensa cada día y que al regresar Simonia, de  Boca de Pao a donde fue a celebrar la Navidad en mi reemplazo,  prendió nuestras  alarmas para buscar la causa que después de análisis de laboratorio y sobre todo de una tomografía de abdomen supimos el 6 de enero, que tenía un carcinoma de páncreas con metástasis en hígado y otros órganos; así es esta terrible enfermedad, cuando no se la descubre a tiempo, ya no hay nada que hacer. 

 

 

A partir de la visita del Dr. Halabí, el 1  de Enero, se le suspendieron todos los medicamentos, pues ya no hacían el efecto para el que habían sido formulados. Creo que apenas en este momento Ana María descubrió la gravedad de su estado, pues el doctor preguntó delante de ella si había recibido los auxilios espirituales que ya el Padre Ricardo Riaño, OAR, con cariño fraterno lo había hecho. En una ceremonia comunitaria recibió la Unción de Enfermos, la Comunión y absolución con la indulgencia plenaria. Nos pidió la guitarra  para acompañar el canto; con la alegría que le caracterizaba y recordándole a Ana María anécdotas de la misión en Santa Clara de muchos años atrás, fue una rica experiencia de encuentro con Dios. Durante la conversación con el Padre entró una llamada de su hermano, el sacerdote la dejó un momento para que hablara con él  y Ana María le dijo  que le había traído una gran alegría, pues gracias a su visita había hablado con su hermano.

 

Gracias sobre todo a Dios que nos hizo sentir su presencia y ayuda constante, pues no se explica cómo Ana María no presentara dolores, o por lo menos no lo manifestaba, porque algunas veces, por la expresión de su rostro nos parecía que si estaba sintiendo dolor. Sabemos que Dios siempre escucha nuestras peticiones y aunque no nos concede siempre lo que pedimos nos regala bienes mayores, pues sabe lo que es mejor para cada una. Comenzamos a hacer una novena a Madre Esperanza con la confianza de que su curación nos serviría para introducir la causa de su beatificación y tendríamos a nuestra hermana otros años con nosotras. La respuesta la vimos no en lo que pedimos, sino en darle a Ana María una gran paz y la ausencia de dolores físicos. Gracias Padre misericordioso por llamar a tu casa a nuestra hermana para gozar de la felicidad y paz eterna y darnos a nosotras serenidad para asumir la realidad.

 

 Gracias muy especiales a ti mi querida Ana María que dejabas hacer lo que teníamos que hacer sin pedir ni rechazar nada, te pusiste enteramente en nuestras manos con una confianza y abandono admirables, que sin duda alguna ya la tenías puesta toda en Dios, ofreciéndole a El tu enfermedad y la limitación que padecías. Gracias porque al estar a tu lado todas aprendimos mucho de ti. De manera especial me edificaste desde el comienzo, cuando al reclamarte ¿por qué Ana María haces esto? Solamente me respondías: “No lo sé” con una calma que me desarmaba. Me enseñaste que es mejor callar y sufrir que dar explicaciones.  Cuántas veces te interrogué para que me dijeras, qué sentías, qué pensabas me respondías: “nada” o solamente me mirabas y me extendías la mano para que la tocara o para entrelazar tus dedos con los míos, gesto que era muy frecuente en los últimos días, no solo conmigo sino con las hermanas que se acercaban a tu silla o a tu cama y de manera muy especial con nuestra postulante Wenderling que te manifestaba cuánto te quería y tu le correspondías abriendo tus ojos, casi siempre cerrados, o sonriendo si ella te lo pedía. Gracias por recibir y nunca rechazar nuestros besos y cercanía. A veces me angustiaba porque estábamos varias en tu habitación hablando, no tan bajito y tú nunca nos mandaste ni a callar ni a salir, como lo hacen tantos enfermos. Nos enseñaste a no ser un enferma exigente, para ti estaba bien lo que hacíamos. No preguntaste ni a los médicos ni a nosotras qué tenías, cual era tu enfermedad, a pesar de que un día te dije que tu páncreas y el hígado estaban malitos y eso te producía el color amarillo de tu piel. Cuando oraba contigo en la mañana y en la noche lo hacía para prepararte al encuentro con el Padre Bueno y con Jesús quien nos dijo nos tiene preparado un lugar para disfrutar de su presencia, de que ibas a encontrarte con Madre Esperanza y hermanas que nos han precedido, lo hacía  porque en ningún momento manifestaste temor a la muerte al contrario dijiste que estabas lista. La frase que mas repetías era: “Jesús mío” Y con toda seguridad lo sentías dentro diciéndote: No tengas miedo, estoy contigo. Sembraste mucho en nuestros corazones con tu ejemplo. Me alegró mucho lo que de ti escribió nuestra hermana Nieves Mary Castro, resumió muy bien tu diario vivir y tu manera de ser. Yo solo me he referido a estos últimos meses. Qué corta fue tu agonía que vivimos minuto a minuto acompañándote con nuestra oración. Tus ojos, casi siempre cerrados se abrieron en una mirada fija solo unos minutos y los cerraste al momento de expirar. Nos dejó dolor tu partida, pero también una gran paz. Complaciste a Simonia que salió de la habitación solo un momento. No quería ella cerrarte los ojos, por eso lo hiciste tú para abrir los del alma y contemplar cara a cara a Dios. Nuevamente gracias a Dios porque sentimos su  presencia y su gran fidelidad.

 

 

No estoy en contra de tener que ir a un centro hospitalario, y ser atendido recibiendo lo que necesitamos para nuestra recuperación.  Pero que diferencia morir en casa en compañía de quienes  nos aman y a quienes amamos. Fue la misma experiencia que viví hace 25 años en un enero también con mi querida hermana Jesusa Jarauta a quien también acompañé, como enfermera, hermana y amiga en su último mes de vida. Son experiencias que nunca se olvidan.

 

 Que Dios nos de su gracia para seguir el buen ejemplo que nos dejó Ana María cuando nos llegue el momento pues es lo único seguro que tenemos todos los mortales. Qué confianza  apoyar nuestra fe en las palabras de Jesús: “Padre, quiero que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy, para que contemplen mi gloria; la que me diste, porque me amaste antes de la creación del mundo”. (Jn. 17,24)