¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas.
Descendiste, y las montañas se estremecieron. Jamás se oyó ni se escuchó, ni un ojo vio un Dios,
fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en él”. Is 63, 19c; 64,3

 

A TODAS LAS MISIONERAS AGUSTINAS RECOLETAS EN EL ADVIENTO 2020

Queridas hermanas:

Se abre un nuevo Adviento con una fuerte llamada de Marcos a la vigilancia. Es el Señor quien nos la recomienda insistentemente: “Al atardecer, a medianoche, al canto del gallo, al amanecer”, en las cuatro vigilias de la noche; cuando todo está oscuro, cuando nos vienen las dudas, las confrontaciones, las dificultades y los acontecimientos más dolorosos en los que estamos todas envueltas, junto con esta humanidad sufriente, pero también adormecida.

Nos exhorta el Señor a “estar atentos”, a vigilar, “pues no sabéis cuándo es el momento”. El kronos del tiempo ordinario, del correr del reloj es el tiempo también del Kairós del Espíritu, de la gracia, del don, de la providencia, de la presencia divina siempre llegando, siempre aconteciendo, siempre actuando, consolando, acompañando.

Dios nos llama fuertemente a vivir en la espera, porque Él es la Esperanza, el Dios encarnado, liberador que en las entrañas de María se hace carne, se humaniza para concretarnos su amor, su compasión y cercanía, su mensaje salvífico que llega en la plenitud de los tiempos con la encarnación del Verbo.

¿Por qué será que el Señor nos recomienda tantas veces esta vigilancia? No nos podemos dormir. No podemos ser como las vírgenes necias o como los criados irresponsables. Debemos estar preparadas, conscientes, asumiendo cada día como único, para dar razón de nuestra esperanza, de nuestra fe y de nuestra caridad. Como creyentes consagradas que han sido ungidas con el óleo del Espíritu estamos llamadas a testimoniar en el mundo la presencia de Dios oculta pero revelada en Cristo Jesús.

La recomendación del Señor para este inicio de Adviento es para su Iglesia, en la cual nos insertamos:

— porque fácilmente nos dormimos, nos acomodamos, y olvidamos nuestros compromisos de consagradas.

— porque enseguida descansamos, y dejamos las cosas “del Padre” para luego;

— porque vivimos entretenidas y preocupadas en muchas cosas, sin leer los signos de los tiempos y descuidando lo esencial.

— porque dejamos escapar las mejores oportunidades para descubrir el querer de Dios en nuestra vida;

— porque, aparentemente, “tal como estamos”, ya no esperamos nada y contagiamos desilusión, inconformidad, ansiedad, y buscamos culpables y nos dejamos engañar por otras opciones.

Pero nuestra vigilancia cristiana nace de la esperanza, de la responsabilidad y del amor. Esperamos al niño que nace. Esperamos al Señor que llega. Esperamos un cielo nuevo que se rasga para unir lo divino con lo humano. Esperamos activa y responsablemente un futuro mejor, construyendo juntas, aportando unidad, mirándonos siempre como una familia que incluye a todos. Esperamos como gracia y como tarea, una sociedad más justa, fraterna y trascendente.

Vigilamos desde la responsabilidad: como la madre que ha de cuidar al niño: si duerme, lo hará con los ojos abiertos. El que ama siempre vela. El amor no descansa. El amor es el mayor de los estimulantes. Cuando arde la llama del amor, hasta el subconsciente vigila. “En mi lecho, por las noches, he buscado al Amado de mi alma”…(Ct 3,1; 5,2); en tensión constante para descubrir el problema del otro, para adelantarnos en el servicio, para decir la palabra justa y amistosa.

Cuando Jesús nos dice: velad, quiere decir: esperad, preparaos, amad. Quere decir: no os olvidéis de mí. Quiere decir: preparad vuestro corazón, porque hoy quiero hospedarme en vuestra casa.

¡Ven!, Señor Jesús. Te esperamos y te necesitamos. No sueles venir por los caminos fáciles de la comodidad; vienes por los caminos de búsqueda insistente, de la llamada constante, de la preparación exigente, del sufrimiento desconcertante, del amor permanente y vigilante. Vienes por los senderos del servicio entregado y desinteresado, del desprendimiento radical en un seguimiento a tu persona, en obediencia a tu voluntad, vienes por el sendero de la fe incondicional. Vienes sobre los montes de la palabra, por los collados de la justicia y las cordilleras de la caridad. Vienes desde las cimas de la debilidad y las depresiones de la marginación. Y vienes siempre como aurora, como perfume, como victoria, como paz, como alegría permanente. ¡Ven, Señor Jesús!

En medio de este año singular, donde el Adviento, sin duda alguna tendrá un mensaje muy especial para cada una de nosotras, resalto este fragmento de Javier Leoz, a quien el papa Francisco felicitó por la carga impresionante de esperanza y ánimo que nos infunde.

¿Que no habrá Navidad? ¡Claro que sí! Más silenciosa y con más profundidad. Más parecida a la primera en la que Jesús nació en soledad. Sin muchas luces en la tierra, pero con la de la estrella de Belén destellando rutas de vida en su inmensidad. (…) ¡Claro que sí! Sin las calles a rebosar pero con el corazón enardecido por el que está por llegar…viviendo el Misterio sin miedo al “covid-herodes” que pretende quitarnos hasta el sueño de esperar. Habrá Navidad porque Dios está de nuestro lado y comparte, como Cristo lo hizo en un pesebre, nuestra pobreza, prueba, llanto, angustia y orfandad. Habrá Navidad porque necesitamos una luz divina en medio de tanta oscuridad. Covid 19 nunca podrá llegar al corazón ni al alma de los que en el cielo ponen su esperanza y su alto ideal.

María, madre del Adviento, ruega por nosotros. Ruega por nuestras hermanas fallecidas. Ruega por aquellas que se ausentaron de la comunidad, ruega por las que están inquietas, desorientadas en su camino vocacional; ruega por cada una de nosotras que, llenas de pobrezas y miserias, te imploramos el don de la fidelidad.

Feliz Adviento, lleno de esperanza y alegría profunda en el Señor.

Leganés, 27 de noviembre de 2020

Nieves María Castro Pertíñez
Superiora general