Cuéntanos María, qué viviste en aquella hora; abre tu corazón partido por el amor al Crucificado y la amargura por el peso humano del pecado y comparte con nosotros tus sentimientos y emociones. Queremos ser, también nosotros, unos cirineos de la última hora y acompañar tu dolor, compartiéndolo; queremos romper tu inmensa soledad con nuestra presencia. Y María, suspirando, nos cuenta:

 

«Ciertamente fue la hora decisiva. La hora esperada y temida; la hora anunciada por los profetas, la hora que mi amor retardaba y el inmenso amor de mi Hijo la atraía. ¿Cómo comprender y aceptar también este momento dentro de la voluntad de Dios? Mirando atrás, qué fácil fue entonces el sí de la Anunciación: era el sí a Dios, el sí a la vida, el sí radical a la hora esperada desde antiguo que anunciaba la llegada del Mesías.

 

Pero ayer, a los pies de la Cruz, las dudas se amontonaban. Y recordaba aún el atrevimiento de mi pregunta al ángel la mañana del Anuncio en Nazaret: “¿y cómo será esto?” Y mi aceptación luminosa de ser Virgen y Madre, cuando Gabriel con delicadeza me susurró: “¡nada hay imposible para Dios!” Ayer, mis sentimientos iban de Nazaret a Belén, del anuncio de la venida a la presencia humilde del pesebre. Había nacido el Hijo de Dios, y poco a poco me atrevía a llamarle ¡Hijo mío! Era la mañana de la vida, del amor generoso de Dios Padre, que nos entrega al Hijo para hacer de la vida un derroche de redención para todos.

 

Ayer, incluso, se agolpaban en mis recuerdos los caminos de Galilea, los momentos de tertulia junto al lago, los encuentros de descanso en Betania. Oí de los labios de mi Hijo la historia de la mujer samaritana, de Zaqueo que le invitó a su casa. Incluso al final, cuando mi Hijo reclama el perdón para sus verdugos, recordé la parábola entrañable del Padre misericordioso, una lección magistral de perdón y de amor.

Y contemplaba asustada: el mejor de los hombres, crucificado el mejor de los hijos, el Hijo de Dios poderoso, clavado a una Cruz. Y cómo espadas de dolor, se iban clavando en mi pecho, las burlas del ladrón: “si has salvado a otros, sálvate a ti mismo…; si dice que es Hijo de Dios, que venga Dios y lo salve.”

 

Y venían a mi recuerdo las palabras del ángel: “¡para Dios nada hay imposible!” Y suspiraba el milagro imposible: que bajara de la Cruz y me abrazara.

 

Pero aún hay tiempo para un derroche de amor. Mi Hijo me reclama, con el hilo de voz que aún le queda, susurra: “¡Madre, ahí tienes a tu hijo!” Y señala a Juan, el amigo y confidente. Pero mira, también, a la turba enfurecida e indiferente que contempla el espectáculo, y me los brinda como hijos engendrados y adoptados en el perdón de la Cruz. Y comprendí el milagro último de aquella hora de la Cruz. Dios lo puede todo: incluso convertir al verdugo del Hijo predilecto en una multitud de hijos salvados de la muerte.

 

Y se rompió mi soledad al oír de nuevo su palabra, dirigida al discípulo Juan y en él a cada hombre y mujer: “¡ahí tienes a tu Madre!” Y el discípulo me brindó su casa.

 

Sólo más adelante, cuando finalmente llegó el terrible mediodía convertido en negra noche, el día de su hora, cuando mi hijo agonizaba desde la cruz y gritó «tengo sed», me volví y vi un rostro conocido, el de un romano que empapó una esponja en vinagre y se la llevó para aliviarle con una lanza a sus resecos y agrietados labios; aunque nadie podía entonces aliviar la sed radical de mi hijo. Era Marco, el centurión, a cuyo hijo, Jesús le había curado. Al instante mi hijo exclamaría que todo estaba concluido. Luego dobló la cabeza y entregó el espíritu.

 

Fue entonces, en medio de un mar de lágrimas, con el puñal sangrante clavado en mis entrañas, cuando lo engendré de veras, cuando estalló su luz y su luz se puso al alcance de- todos. Desde entonces, además de «la mujer» y de la madre de Jesús, soy «la madre», a secas, vuestra madre, la madre de todos.

 

Muchas cosas ocurrieron después dignas de ser relatadas. Pero aquí sólo añadiré que volví a mi pequeña casa de Nazaret, recorrí todos los caminos, me senté en todas las piedras conocidas, acaricié los viejos muebles. Retorné al pozo, a la majada, al arca, al horno y a la rueca; al oloroso taller de José, a los campos de la siembra y la siega, a los panoramas de nuestros paisajes y a las horas de mis alegrías y mis lágrimas. Porque mi hijo, es cierto, nos iluminó y nos salvó a todos con su vida y su palabra. Pero para mí lo mejor sigue y seguirá siendo el perfume concentrado de aquellos vivos y dulces recuerdos, las palabras calladas, que conservo con infinita ternura y medito a diario en mi corazón.

 

No entendí la Muerte pero, viniendo de Dios, mi Hijo me enseñó a aceptarla, desde la tarde que le encontré perdido en el templo y, al encontrarle, me dijo: “¡tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre!” Y yo sabía la encomienda, salvar al mundo, recuperar a cada hijo y llevarlos de nuevo a la casa del Padre. La Cruz es un pregón hecho palabra que anuncia, con la firma de la vida, que Dios cumple su promesa: todos hemos sido rescatados por la Cruz salvadora de mi Hijo. Todos tenemos ya sitio en su casa. Y desde aquella noche, Dios vuelve a ser llamado Padre, como nos enseñó en la intimidad el Maestro. Y yo me siento Madre de todos, cumpliendo el encargo último del mi Señor. Desde aquella hora de la Cruz, “nadie es huérfano”.

 

Aguardad, hijos, que la noche será vencida…, la aurora del domingo anunciará que la Cruz florece en vida y resurrección. Porque la Cruz nunca es la última palabra».