Cristo crucificado es el centro de nuestra fe. No hace falta explicar sino mirar, contemplar. Mirar de tal modo que lo hagamos entrañado, contemplar de tal manera que lleguemos a una verdadera com-unión en sus padecimientos y en su muerte, como dice Pablo en la carta a los Filipenses (3, 10), de tal manera que llevemos en nosotros la muerte de Jesús, que nos sintamos crucificados con Cristo. De ahí que nuestra reflexión va a ser una fijación total en Jesús, quedar pendientes de Él:

 

Fijémonos en su cabeza: es el rey coronado de espinas, que muere en el trono de la Cruz para hacemos reyes, hijos de Dios. Ahí está redimiendo nuestros orgullos y ambiciones, nuestras apariencias y fariseísmos: “la Vida asumió la muerte para dar muerte a la muerte misma.” (Comentario al ev. según Juan 26, 1).

 

Fijémonos en sus brazos, abiertos como queriendo abrazar al mundo, tratando de enseñamos que su amor es infinito y llega a todos sin distinción. Ahí da muerte a la enemistad, al odio, al rencor… y ahí se inicia el camino de la reconciliación: “el hombre estaba enfermo y sin esperanza de salud. Le fue enviado el médico, pero, sin reconocerlo, le dio muerte. Sin embargo, la propia muerte del médico sirvió de medicina al enfermo. El médico vino a visitarle, y se dejó matar para sanarle.” (Enarraciones sobre los salmos 109,3).

 

Fijémonos en sus manos, cosidas al madero por los clavos. Manos gastadas de tanto bendecir, de tanto ayudar, de tanto perdonar. Ahora ya no tiene más que darnos sino su sangre y su dolor. Y si le hacemos una pregunta, ¿Y esas heridas que hay en tus manos?, Él nos responderá con las palabras del profeta Zacarías (13, 6); “las he recibido en casa de mis amigos.”

 

Fijémonos en su rostro ensangrentado, el más bello de los hijos de los hombres, en el cual resplandece la gloria de Dios (cf. 2ª Corintios 4, 6). Ahora es un rostro deformado, por los golpes, la sangre, los escupitajos… ¡Qué pena que no podamos contemplar el resplandor de sus ojos o la hermosura de sus labios. Ahora no se aguanta su mirada! Pero Él nos devuelve toda la belleza humana: “el que nos hizo nos rehízo” (carta a Darío).

 

Fijémonos en su cuerpo, roto por los azotes y por la carga del peso de nuestros pecados. Es el Cordero que se inmola y se ofrece por nosotros. Por cada una de sus heridas nos llega su salvación; cada lugar de dolor se convierte en una bendición plena para nosotros: “¡Señor Jesús! Tú padeciste por nosotros, no por ti… Sin tener culpa te sometiste a la pena para liberamos de la culpa y de la pena” (Sermón 130,2).

 

Fijémonos en sus pies, fijos también a la cruz por el clavo inhumano. Los pies que tantas veces recorrieron caminos en busca del hombre herido o el hombre perdido. Ahora no puede venir a nuestro encuentro pero nos espera… “¡Qué intercambio tan admirable! Nosotros tenemos la vida por Él. Él tuvo la muerte por nosotros” (Sermón 130, 5).

 

Fijémonos en su costado. Es la herida más significativa. Estaba anunciado: “mirarán a aquel que traspasaron” (Zacarías 12, 10). Pues no dejemos de mirar y de contemplar y agradecer. Es una herida que nos permite entrar en el corazón: “dentro de tus llagas escóndeme”. Es una herida que se traduce en un poema de amor enamorado y un canto a la misericordia. Es una herida que se convierte en fuente de agua viva: “Cristo es fuente de agua viva: acércate, bebe y vive; es luz; acércate, ilumínate y ve. Sin su influencia estarás árido” (Sermón 166,4).

 

ÉSTE es el CRISTO, el SEÑOR,

CONVOCADO a la MUERTE,

GLORIFICADO en la RESURRECCIÓN.