Pensar en la formación para la vida religiosa, nos lleva a plantearnos una serie de interrogantes. Uno de ellos es ¿Para qué?

Y esto nos pone a pensar en el objetivo mismo de la Vida consagrada. ¿Para qué nos ha llamado el Señor? Y si volvemos la mirada al Evangelio, encontramos en el evangelio de Marcos que dice: “para estar con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios” Mc. 3,14

Esta llamada que encierra dos secciones, nos ofrece, por una parte, el sentido de una vida de entrega a Otro y a los otros; sentido que alcanza una vida madura, en donde la madurez se expresa en la capacidad de dejarlo todo, por otro.

Y por otro lado encomienda una actividad, el anuncio de su mensaje de amor, que no desconoce las fuerzas ocultas del mal.

Si la llamada tiene estos dos aspectos, entonces, la formación requiere atender a los mismos. Eso quiere decir ofrecer elementos, herramientas y sobretodo experiencias que ayuden a configurar a la persona, en este caso al religioso o religiosa y a los candidatos a la consecución de los fines del seguimiento al Señor.

Por eso los dos ejes fundamentales de la formación son el gusto por estar con Él y el anhelo por anunciar su mensaje.

Y… ¿cómo desarrollar el gusto por estar con Él? Necesariamente requiere una experiencia previa de encuentro con el Señor que haya puesto a la persona en situación de atracción, de anhelo, de deseo de dejarse encontrar con Dios, que, siendo nuestro creador y Padre, tiene mucho para ofrecer.  Y a la vez que conociendo nuestra debilidad, nuestras tendencias, nuestro mal nos ofrece un camino de conversión, nos promete la liberación. En el evangelio de Lucas encontramos que algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus inmundos y de enfermedades le seguían y servían (Lc. 8,2-3).

Requiere por tanto la formación un conocimiento de la persona de Jesús, de su vida, modo de ser y proceder, de sus valores, acciones y proceso que encontramos en los evangelios. Por tanto, la cercanía a la Palabra es clave para tener claro el derrotero y poder diferenciar de otros criterios que, siendo halagadores, pueden ser distractores. Y con este conocimiento, mucho más importante es la experiencia viva del encuentro, de la cercanía a Jesús, a través de la oración, de la vida sacramental, del descanso en Él. Si hay apertura a la gracia, si hay docilidad a pesar de las pequeñas o grandes batallas, el Señor moldea el corazón, hace que la cercanía guste más, que la vida a pesar de los inconvenientes y dolores encuentre sentido. Y esto necesariamente se convierte en un manantial que debe ser compartido, comunicado.

Y ahí está la fuente de la misión. Una misión a la manera de Jesús, una misión que requiere estar desposeído de todo lo superfluo, de todo aquello que se pueda oponer al querer de Dios y de su Reino, incluso un negarse a la parte de su yo que quiera retener, destacar o actuar únicamente según sus criterios. Y el espacio privilegiado para vivir en continua evaluación de la configuración del yo a la manera de Jesús es la vida en común.

Y una misión que sea la misión de Jesús. Por lo tanto, cada llamado sea testigo de la acción de Dios, no dueño de la acción apostólica. Una misión que responda al querer del Padre; una misión que asuma los retos como lo asumió Jesús; una misión que esté inspirada y sostenida por el Espíritu Santo, pues es Él quien da los frutos; una misión que tenga preferencia por los más pequeños y por los que están envueltos por el mal, porque esa fue la actitud de Jesús y porque la llamada fue a “ser pescadores de hombres”, a gente que se dedique a sacar del fondo del mal a la humanidad que ahí encuentre.

Acaso aquí, ¿no están los tres rasgos carismáticos de una Misionera Agustina Recoleta?

Secretariado de Formación