24 de abril su conmemoración

Una historia antigua y actual que nos deja una invitación. 

San Agustín nació el día 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, norte de África. Su madre Santa Mónica, mujer cristiana y piadosa, su padre Patricio, era pagano, colérico y prepotente.

Inicialmente Agustín se entregó a los estudios pero poco a poco se dejó arrastrar por una vida muy desordenada, una trágica y dolorosa experiencia del error y del pecado, de la desolación y del corazón inquieto en la búsqueda de la Paz, pues sentía que “es en el  interior donde está el germen de lo auténtico”.

A los 17 años se unió a una mujer y con ella tuvo un hijo, Adeodato.  Fue seguidor de los Maniqueos que sostienen que el espíritu es el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal; después de diez años abandonó este pensamiento. 

Escuchando los Sermones del Obispo Ambrosio empezó a cambiar la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe y de la imagen de Dios. Le impresionó mucho la vida de San Antonio, contada por su amigo, sentía que ya era hora de avanzar por el camino correcto. Se decía: “¿Hasta cuando? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?” Mientras repetía esto, oyó de un niño de la casa vecina que cantaba: “toma y lee, toma y lee”. Le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del Evangelio. Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus manos el Evangelio. Los dos decidieron convertirse y ambos fueron a contar a su Madre Santa Mónica lo sucedido. Agustín tenía 33 años cuando pidió ser bautizado el 24 de abril del año 387.

Agustín se dedicó a los estudios y a la oración. Hizo penitencia y se preparó para el bautismo y lo recibió junto con su amigo Alipio y su hijo Adeodato.  Le decía a Dios: “Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte” y “Tarde te amé belleza siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé”. También: “Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”.

Deseoso de ser útil a la Iglesia regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con ayuno, oración y buenas obras. En el año 391 fue ordenado sacerdote y cinco años más tarde se le consagró Obispo de Hipona y convirtió su casa en un monasterio. Escribió una Regla y muchos se unieron a el. Fundó también una rama femenina.

Murió a los 76 años de los cuales 40 estuvo consagrado al servicio de Dios.

Antes de morir dejó escrito: “Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El”.

¿Nos indica algo esta historia? Claro que sí, nos abre un amplio horizonte, un horizonte que responde al anhelo profundo que late en el corazón de cada ser humano. El horizonte de vivir con hondura y con calidad; de vivir bien para sí y para los demás; de vivir con intensidad el presente y de construir futuro.

Por otro lado nos deja la lección que nada está perdido en este mundo, que toda historia es valiosa a los ojos de Dios, que cada persona, pecadora y finita como es, tiene todas las posibilidades de recibir de Dios el perdón y ser por El redimida, reconstruida y por lo tanto enriquecida para aportar a la humanidad lo nuevo que Dios va creando en ella.

Agustín en la noche de pascua, cuando se celebra el paso de la oscuridad a la luz, cuando se revive el misterio salvador de Dios a todo aquel que lo quiere acoger, quiso recibir las aguas del bautismo, es decir hacer público su compromiso de dar un paso trascendental en su vida.

¿Te atreves tú también a darlo?

 

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