“Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: -Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,23)

 A TODAS LAS MISIONERAS AGUSTINAS RECOLETAS

Queridas hermanas:

Celebramos un año más el don del Espíritu Santo derramado sobre los apóstoles reunidos en oración, en el cenáculo, el día de Pentecostés. La liturgia de este día nos ayuda a contemplar tres aspectos importantes para nuestra vida cristiana vocacional: el Espíritu como don pascual de Cristo glorificado, el misterio de la Iglesia como obra del Espíritu y la misión evangelizadora que impulsa el Espíritu.

El Espíritu, don pascual. Ya en el NT el don del Espíritu se presenta como fruto de la Pascua. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,39). Por eso, el Resucitado comunica el Espíritu a los suyos, la tarde misma del día de la resurrección, en su primera aparición (evangelio). Ese Espíritu es el “aliento vital” que exhaló Jesús sobre su Iglesia desde lo alto de la cruz en el momento de pasar de este mundo al Padre: regalo nupcial del Esposo.

La función del Espíritu en la Iglesia es “llevar a plenitud la obra de Cristo en el mundo” (plegaria eucarística IV). Corresponde al Espíritu asegurar la presencia invisible y perenne de Cristo y de su obra; “hacernos comprender la realidad misteriosa de su sacrificio y llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada” (oración sobre las ofrendas); ayudarnos a interiorizar y asimilar la salvación de Cristo.

El Espíritu que edifica la iglesia. El domingo de Pentecostés es “fiesta de la Iglesia”, su nacimiento. La fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la promulgación de la Alianza en el Sinaí y el nacimiento de Israel como pueblo, nos sirve para profundizar en nuestra alianza, en esa vocación recibida en nuestro bautismo y que sellamos en fidelidad hasta la muerte el día de nuestra profesión religiosa.

El Espíritu fue, “desde el comienzo, el alma de la Iglesia naciente” (prefacio). “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo” (2ª lectura), haciendo comunidad. “El Espíritu del Señor mantiene todo unido” (antífona de entrada), derribando barreras de incomprensión (como viento impetuoso), destruyendo el pecado, factor de división (como fuego purificador) y suscitando diversidad de servicios para el bien común (2ª lectura). La unidad de la Iglesia es fruto de la obra del Espíritu.

El Espíritu, fuerza de expansión misionera. La dimensión misionera de la Iglesia pertenece esencialmente al mensaje de Pentecostés. El Espíritu clausura las solemnidades pascuales abriendo a la Iglesia a la misión que nace de la experiencia de la Pascua. A los discípulos reunidos, el Resucitado les comunica el Espíritu como una fuerza que los aliente a llevar adelante la misión que les encomienda (evangelio). El Espíritu los transforma en testigos valientes, en predicadores enardecidos de la Buena Noticia. Se da a la Iglesia como un Principio vital que le permite crecer, expansionarse, manifestarse al exterior, irradiar hacia el mundo la presencia salvadora de Cristo.

Pentecostés es la fiesta de la fuerza de Dios, de aquella fuerza que no ha permitido que Cristo fuera abandonado entre los muertos, ni que su carne experimentase la corrupción. Es la fuerza de la pascua de Jesucristo. Y esta fuerza, es decir, el Espíritu Santo, ha sido derramado con profusión por Jesucristo Resucitado sobre los discípulos; sobre cada una de nosotras.

Nuestros fundadores, impregnados del amor de Dios, entendieron muy bien estas tres dimensiones que deben cuestionar nuestra vida de fe.

Mons. Francisco Javier Ochoa y nuestras hermanas Esperanza, Carmela y Ángeles son aquellos que, originariamente intuyeron, a impulsos del Espíritu Santo, en el transcurso de la historia, una nueva misión en la Iglesia. Nuestras cofundadoras  tuvieron que salir de la clausura, exiliarse, ir al frente, ante la inminente llamada de Dios, cuya interpelación, las desinstaló, las retó a una nueva vida, incierta, pero querida por Él.

El Espíritu las condujo a lo desconocido. Su abandono a la voluntad de Dios, no se dio sin una dosis de sufrimiento; en este abandono, el Espíritu realiza su acción, al hilo de los acontecimientos; esperando contra toda esperanza; recordamos aquel momento dramático que les tocó vivir donde madre Carmela expresará: “…Tengo la certeza que fue aquella tarde de profundo sufrimiento cuando realmente solas, abandonadas de todo el mundo, cuando Dios nos hizo sentir que nada podíamos esperar de nadie y sí esperar todo de Él”[1]. Y madre Ángeles, en 1948, compartirá en su diario su situación de abandono y confianza total, aun en medio de las mayores dificultades y soledad: “Todo lo acepto sin conocerlo por doloroso y amargo que sea”.[2]

El Espíritu hace morir algo, para dar vida a lo “nuevo”. Del viejo tronco de la recolección un agustino recoleto y tres monjas agustinas recoletas fueron fundadas para trabajar en el apostolado misional en la prelatura de Kweiteh, encomendada por la Santa Sede a los agustinos recoletos.

Nuestros fundadores fueron testigos audaces, valientes, decididos y creativos, en plena docilidad a la inspiración divina y en discernimiento eclesial. Ellos, porque mantuvieron una relación filial madura con Dios, supieron captar el soplo del Espíritu que los conducía por los caminos del Evangelio a la misión Ad gentes, con el lenguaje del amor. El Espíritu encarnó en ellos el amor de Dios en su vida, por eso M. Carmela nos dirá: “En nuestras primeras casas, reinaba tal espíritu de servicio a la Iglesia en sus miembros necesitados, tanta fraternidad, sencillez y alegría, que era lo que más llamaba la atención a cuantos nos conocían, convirtiéndose nuestras comunidades en focos de vocaciones[3]

El Espíritu, nos pedirá cuenta, no de las obras ni de los números, sino si hemos vivido con coherencia y radicalidad la vocación a la que hemos sido llamadas, en la alegría constante, en el entusiasmo en hablar de lo nuestro, en el amor que transmitimos, en el testimonio de una comunidad alegre y unida. La buena noticia es proclamada en primer lugar mediante el testimonio y dar testimonio es evangelizar (Mons. Rabat).

Por último, un rasgo ineludible de la capacidad de entregarse al Espíritu es la disponibilidad. Madre Esperanza nos expresará su confianza total en el Dios, sólo posible en aquellos que lo han dado todo: “Nada le digo, madre mía, de mis entusiasmos misioneros; llegan al colmo y confío que esta obra seguirá hasta el fin. Pidan mucho para que Jesús sea siempre nuestra fortaleza y nuestro consuelo[4].

En los tres corazones de nuestro escudo se condensa la marca del Espíritu carismático que nos caracteriza y que no podemos olvidar para renovar nuestra vida y misión. El corazón de Jesucristo rodeado de espinas, nos recuerda en primer lugar nuestra pasión por Cristo y su Evangelio. Potenciaremos nuestro bautismo viviendo a plenitud la dimensión profética que nos lleva a configurarnos con Cristo. No cabe en nosotras las medias tintas, una vida mediocre y de rutina o mundanizada. Nuestra entrega a la misión nos compromete al amor preferencial por Cristo que se antepone a cualquier otro afecto o proyecto personal, compartiendo la situación social de los pobres, de los que sufren, de los carentes de amor (Vita Consecrata, N. 84).

El corazón de san Agustín, que inspirado en la primera comunidad cristiana que recibió el Espíritu en Pentecostés nos recuerda el carisma de la comunión, del amor fraterno por encima de cualquier diferencia, autosuficiencia, interés personal o egoísmo camuflado.

El corazón de María. Ella en el cenáculo permaneció acompañando a los discípulos en oración. Mujer de la Palabra encarnada y conservada, nos recuerda que estamos llamadas a ser por el don del Espíritu recibido, signos de la ternura de Dios hacia el género humano (VC 57). Mujeres contemplativas en la acción, profundas e iluminadas por la Palabra, llenas de misericordia y agradecidas de tantas gracias recibidas, consagrando a Dios cada día nuestra vida, en su totalidad, presente y futuro en sus manos (VC 17).

El Espíritu nos cambia la vida, la mentalidad, nos lleva a donde no sabemos, nos hace testigos de un amor desmesurado, y nos da certeza de que su acción nos plenifica y nos configura con el Dios trinitario.

María, Madre de Consolación, Sagrario del Espíritu Santo, ruega por nosotras.

Leganés, 7 de mayo de 2021

 

    Hna. Nieves María Castro Pertíñez
Superiora general

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Cf. GARCÍA, A. MAR. Una misionera agustina recoleta en China. P. 45

[2] Cf. GARCÍA, A. MAR Op. Cit. P. 48

[3] Cf. RUIZ, C, MAR. Manuscrito de M. Carmela. P. 124

[4] Cf. AGMAR. Carta de M. Esperanza a la superiora del CC. Kweteihfu.3.02.1931