Un mensaje lleno de fraternidad que invita al compromiso.

 

El Papa Francisco el pasado  8 de mayo recibió en audiencia a las superioras generales reunidas en la asamblea general de la UISG, Unión internacional de superioras generales.

 

 Fue un encuentro breve pero profundo en donde abrió su corazón para indicar sus convicciones más hondas como pastor de la iglesia universal, pero a la vez como religioso y por lo tanto conocedor del don de la vocación religiosa.

 

Su presencia entre la asamblea fue recibida con aplausos y con una gran emoción; no era para menos, era la primera vez que el Papa se pronunciaba en forma particular a las religiosas y había gran expectativa porque sus palabras darían la carta de navegación que la autoridad suprema de la Iglesia esperaba que cada instituto de acuerdo con su carisma lo hiciera realidad en el rincón del mundo donde en forma tal vez silenciosa y por esto más significativa, se entrega en favor de los demás.

 

El saludo para cada religiosa representada en ese momento por su respectiva superiora general, se sintió cargado de gratitud y fuerza, dejando ver sus preferencias: las hermanas enfermas y las jóvenes.

 

Sus palabras son agua fresca para quienes llevan muchos años de entrega, pero igualmente para quienes llevan poco tiempo respondiendo al Señor; a la vez que claramente es un mensaje de ánimo para las jóvenes que están buscando darle sentido a su vida y se sienten tal vez inquietas por saber qué es eso de entregar en totalidad la vida al Señor.

 

Para unas, para otras y en general para todas son estos indicadores de camino:

 

¡Queridas hermanas!

 

Estoy muy contento de encontraros hoy y deseo saludar a cada una de vosotras, agradeciéndoos por lo que hacéis para que la vida consagrada sea siempre una luz en el camino de la Iglesia. Queridas hermanas, antes que nada agradezco al querido hermano cardenal João Braz de Aviz, por las palabras que me ha dirigido y también me complace la presencia del Secretario de las Congregaciones. El tema de vuestro congreso me parece particularmente importante para el deber que se os ha confiado: «El servicio de la autoridad según el Evangelio». A la luz de esta expresión quisiera proponeros tres sencillos pensamientos, que dejo a vuestra profundización personal y comunitaria.

 

1. Jesús, en la Última Cena, se dirige a los Apóstoles con estas palabras: «No me habéis elegido a mí, yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16), que nos recuerdan a todos, no solo a los sacerdotes, que la vocación es siempre una iniciativa de Dios. Es Cristo el que os ha llamado a seguirlo en la vida consagrada y esto significa realizar continuamente un «éxodo» de vosotras mismas para centrar vuestra existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándoos de vuestros proyectos, para poder decir con San Pablo: «No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Este «éxodo» de uno mismo es ponerse en un camino de adoración y de servicio. Un éxodo que nos lleva a un camino de adoración del Señor y de servicio a Él en los hermanos y hermanas. Adorar y servir: dos actitudes que no se pueden separar, sino que deben ir siempre unidas. Adorar al Señor es servir a los demás, no teniendo nada para sí: esto es el «despojarse» de quien ejercita la autoridad. Vivid y recordad siempre la centralidad de Cristo, la identidad evangélica de la vida consagrada. Ayudad a vuestras comunidades a vivir el «éxodo» de uno mismo en un camino de adoración y de servicio, sobre todo a través de los tres pilares de vuestra existencia.

 

La obediencia como escucha de la voluntad de Dios, en la moción interior del Espíritu Santo autentificada por la Iglesia, aceptando que la obediencia pasa también a través de las mediaciones humanas. Recordad que la relación entre la autoridad y la obediencia se coloca en el contexto más amplio del misterio de la Iglesia y constituya una particular actuación de su función mediadora (cfr. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, El servicio de la autoridad y de la obediencia, 12).

 

La pobreza como superación de todo egoísmo en la lógica del Evangelio que enseña a confiar en la Providencia de Dios. Pobreza como indicación a toda la Iglesia de que no somos nosotros quienes construimos el Reino de Dios, no son los medios humanos los que hacen crecer, sino que es en primer lugar el poder, la gracia del Señor, que actúa a través de nuestra debilidad. «Te basta mi gracia; la fuerza de hecho se manifiesta plenamente en la debilidad», afirma el Apóstol de los gentiles (2Cor12,9). Pobreza que enseña la solidaridad, el compartir y la caridad, y que se expresa también en una sobriedad y gozo de lo esencial para poner en guardia contra los ídolos materiales que ofuscan el sentido auténtico de la vida. Pobreza que se aprende con los humildes, los pobres, los enfermos y todos aquellos que están en las periferias existenciales de la vida. La pobreza teórica no nos sirve. La pobreza se aprende tocando la carne de Cristo pobre, en los humildes, en los pobres, en los enfermos, en los niños.

 

Y después la castidad como carisma precioso, que engrandece la libertad del don a Dios y a los demás, con la ternura, la misericordia, la cercanía de Cristo. La castidad por el Reino de los Cielos muestra cómo la afectividad tiene su lugar en una libertad madura y se convierte en un signo del mundo futuro, para hacer resplandecer siempre la primacía de Dios. Pero por favor, una castidad «fecunda», una castidad que engendre hijos espirituales en la Iglesia. La consagrada es madre, debe ser madre y no «solterona»Perdonadme si hablo así pero es importante esta maternidad en la vida consagrada, esta fecundidad. Que esta alegría de la fecundidad espiritual anime vuestra existencia: sed madres, como figura de María Madre y de la Iglesia Madre. No se puede entender a María sin su maternidad, no se puede entender a la Iglesia sin su maternidad, y vosotras sois iconos de María y de la Iglesia.

 

2. Un segundo elemento que quisiera subrayar en el ejercicio de la autoridad es el servicio: no debemos olvidar nunca que el verdadero poder a cualquier nivel es el servicio, que tiene su culmen luminoso en la Cruz. Benedicto XVI, con gran sabiduría, recordó muchas veces a la Iglesia que si para el hombre, a menudo, la autoridad es sinónimo de posesión, de dominio, de éxito, para Dios autoridad es siempre sinónimo de servicio, de humildad, de amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina a lavar los pies a los Apóstoles (cfr Angelus, 29 enero 2012), y que dice a sus discípulos: «Sabéis que los que gobiernan las naciones las dominan… no sea así entre vosotros; – precisamente el lema de vuestra asamblea, ¿no? ‘que no sea así entre vosotros’- sino que quien quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo» (Mt 20,25-27). Pensemos en el daño que acarrean al Pueblo de Dios los hombres y mujeres de la Iglesia que quieren hacer carrera, subir, que «usan» al pueblo a la Iglesia, a los hermanos y hermanas- aquellos a quienes deberían servir -, como trampolín para sus propios intereses y las ambiciones personales. Estos hacen un daño grande a la Iglesia.

Que sepáis ejercer siempre la autoridad acompañando, comprendiendo, ayudando, amando; abrazando a todos y todas, especialmente a las personas que se sienten solas, excluidas, áridas, las periferias existenciales del corazón humano. Tengamos la mirada dirigida a la Cruz: allí se coloca toda autoridad en la Iglesia, donde Aquel que es el Señor se hace siervo hasta la entrega total de sí.

 

3. Finalmente, la eclesialidad como una de las dimensiones constitutivas de la vida consagrada, dimensión que debe ser constantemente retomada y profundizada en la vida. Vuestra vocación es un carisma fundamental para el camino de la Iglesia, y no es posible que una consagrada o un consagrado no «sientan» con la Iglesia. Un «sentir» con la Iglesia, que nos ha engendrado en el Bautismo: un «sentir» con la Iglesia que encuentra su expresión filial en la fidelidad al Magisterio, en la comunión con los Pastores y el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma, signo visible de la unidad. El anuncio y el testimonio del Evangelio, para cada cristiano, nunca son un acto aislado. Esto es importante, el anuncio y el testimonio del Evangelio para cada cristiano nunca son un acto aislado o de grupo, y ningún evangelizador actúa, como recordaba muy bien Pablo VI, «en base a una inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en nombre de ella» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Y proseguía Pablo VI: Es una dicotomía absurda pensar en vivir con Jesús sin la Iglesia, seguir a Jesús fuera de la Iglesia, amar a Jesús sin amar a la Iglesia (cfr ibid., 16). Sentid la responsabilidad que tenéis de cuidar la formación de vuestros institutos en la sana doctrina de la Iglesia, en el amor a la Iglesia, y en el espíritu eclesial.

 

En resumen, centralidad de Cristo y de su Evangelio, autoridad como servicio de amor, «sentir» en y con la Madre Iglesia: tres indicaciones que deseo dejaros, a las que uno una vez más mi gratitud por vuestra obra no siempre fácil. ¿Qué sería de la Iglesia sin vosotras? ¡Le faltaría maternidad, afecto, ternura! Intuición de Madre.

 

Queridas hermanas, estad seguras de que os sigo con afecto. Rezo por vosotras, pero vosotras también rezad por mí. Saludad a vuestras comunidades de mi parte, sobre todo a las hermanas enfermas y a las jóvenes, A todas va mi aliento a seguir con parresia y con gozo el Evangelio de Cristo. Sed alegres, porque es bonito seguir a Jesús, es hermoso convertirse en icono viviente de la Virgen y de nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica. Gracias.

 

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