A TODAS LAS MISIONERAS AGUSTINAS RECOLETAS

 

“Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser,

ya no habrá para mí más dolor, ni trabajo, y mi vida será viva, toda llena de Ti”

(conf. 10,39).

 

Queridas hermanas: al reflexionar en estos días sobre las fiestas agustinianas que vamos a celebrar quiero expresar mi agradecimiento y alabanza a Dios porque tenemos tan gratas fuentes donde beber y saciar nuestra necesidad de sentido y experiencia profunda de Dios.

El papa Francisco, en su documento a la santidad, habla de los santos como aquellos que “nos alientan y acompañan”. La carta a los hebreos nos recuerda que tenemos “una nube ingente de testigos» (12,1)”.

Nuestra madre santa Mónica ganó para Cristo a su marido y consiguió la conversión de san Agustín. En su oración, continua, insistente y perseverante, no exenta de dolor y sacrificio, no desistió en su confianza en aquél que todo lo puede y para quien nada es imposible. San Agustín dirá de su madre, en el libro de las confesiones, que Jesús fue “su maestro íntimo en la escuela de su corazón”. Y en otro lugar comentará: “No despreciaste sus lágrimas, que corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración”. Intimidad profunda y oración insistente, confianza y paciencia, son algunos de los dones con que Mónica testifica para la gloria de Dios. Qué bueno que nosotras retomemos este camino de conversión a la oración, a un “estar profundo con el Señor” que no dependa tanto del tiempo sino del amor encendido que nos lleve a ponerlo a Él en el centro de nuestro corazón y en Él volcar esta humanidad quebrantada y tan necesitada de intercesión.

De la mano de la madre, llegamos al hijo. Recordar a san Agustín es activar el deseo inmenso de alabar a Dios, por suscitar en su tiempo, en su Iglesia, este hombre de Dios.

Pensar en san Agustín nos tiene que recordar la certeza de que la gracia de Dios actúa siempre y en todo lugar. Cada ser humano está hecho para Dios. Si bien es verdad que nuestro pecado ofusca esta gracia, más cierto es, que Dios no se deja ganar en generosidad, y como dice san Pedro, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.

No podemos decir solo de san Agustín que fue doctor de la Iglesia, por su pluma, por su apología, por su servicio incondicional a la Iglesia y por ser fundador de numerosos monasterios. No, san Agustín fue doctor de la gracia porque pudo hacer ese proceso de introspección para encontrarse con el Dios vivo que rompió su sordera, y a pesar de su deformidad y pecado pudo descubrir la belleza de Dios siempre eterna y siempre nueva.

No lo tuvo fácil san Agustín como hombre de su época. El 28 de agosto de 430, mientras Hipona sufría el asedio de los vándalos, Agustín desde su lecho de muerte vivía intensamente este drama y entregaba su alma al dador de Vida. Para nosotras, es tiempo propicio para dejarnos interpelar por su vida de hombre de su tiempo que supo responder con su verbo y con su pluma, con la pasión por Jesucristo y su deseo fehaciente por la unidad, a los retos de la historia y no decayó en el empeño de entregarse por entero al servicio eclesial encomendado.

Nuestra madre de Consolación nos conceda la gracia de vivir inmersas en el misterio y las profundidades del Amor que todo lo puede, que nos conforta y anima en el camino, que nos consuela en nuestras luchas y en la esperanza de nuestros pueblos. Que nuestra madre nos ciña la correa del compromiso y del servicio y la entrega generosa sin medida, porque cuanto más nos damos más recibimos.

Que María, madre de la Consolación, la que nos entrega a Jesucristo, consuelo de la humanidad, nos sorprenda en nuestros momentos de dolor, de cruz y desolación, nos transmita la misma fuerza sanadora y esperanzadora que ella experimentó al pie de la cruz y en la alegría de la resurrección.

No dejemos que estos días pasen sin que la palabra de Dios, alma de nuestro corazón, de nuestra conversión, de nuestra pasión por Jesús, de nuestra fuente carismática, penetren hasta el fondo de nuestro ser y nos ayuden a mirarnos en nuestros santos para agradecer, purificar, y darle horizonte misionero, comunitario y trascendente a nuestra existencia.

En unión de oraciones, consciente de que en la unidad de almas y corazones seremos un solo cuerpo en la única cabeza que es Cristo, me despido con un cariñoso abrazo para cada una de vosotras.

¡Felices fiestas agustinianas!

 

Leganés, 25 de agosto de 2019

Nieves María Castro Pertíñez

Superiora general