Nuestro carisma recoleto nos invita al silencio, nos impulsa a entrar en nuestro interior y descubrir o contemplar los sentimientos de nuestro corazón, nos invita a profundizar para encontrarnos con quien habita en nuestro interior, con Dios. Nosotras, deseamos comunicarnos con el Señor.

Pero Dios no escucha cualquier cosa, solo escucha los gemidos del corazón. ¿Qué significa eso? Que hablas sinceramente, clamando a su amor, pidiendo misericordia y dejándote llevar por el Espíritu santo, que pone en tu boca las palabras exactas, es decir: las palabras que verdaderamente coinciden con tus sentimientos más profundos y que salen del corazón con humildad. Aquí van sentimientos, emociones, pensamientos… todo sale a gritos del corazón, y eso es lo que Dios escucha y traduce en tu interior.

En Conf. 10, 14, 21-22 san Agustín nos habla del deseo, alegría, miedo y tristeza como pasiones del alma, que tienen su raíz en el pasado, en el presente o en la imaginación como proyección hacia el futuro. En el silencio, todas estas emociones aparecen y hay que captarlas, atraparlas, reconocerlas, identificarlas… para ponerlas como tema de conversación con Dios. Si quieres saber sobre ti verdaderamente, hay que preguntar a Dios: ¿Quién soy para ti, Señor? ¿Cómo me ves tú a mí? ¿Qué quieres de mí? ¿En qué te puedo servir?

Ahí está. Silencio. Atiende a lo que ves en ti que te asusta tanto, mira lo que te duele tanto que te impulsa a salir nuevamente fuera de ti. No te vayas. Quédate. Dios está ahí, él te está esperando. Vive en tu interior. ¿Qué cosa te horroriza?

Es muy importante conocer la Palabra de Dios, porque, en la interioridad, vamos a hablar a la Palabra viva con su Palabra y en su idioma, que es el idioma del amor. Si la Palabra de Dios no te interpela, ni te confronta, ni te lleva a preguntar a Dios sobre ti y tu vida en relación a su plan de amor, si no quieres escuchar lo que te dice a ti de ti, y no ves señales de un cambio en tu corazón; si no hay escucha, revitalización, renovación, conversión, no podemos hablar de haber hecho el proceso de la interioridad.

Se trata de vivir en un ritmo de búsqueda y encuentro hasta el final. Si luego, no hay una actitud compasiva y misericordiosa para con los demás, quiere decir que no estuviste en oración, que no viviste la interioridad, sino una especie de interiorización subjetivista que te llevó a un encuentro imaginario con Jesús.

Se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar. Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración…; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

Si queremos vivir nuestro carisma recoleto, necesariamente tenemos que ir a nuestro interior. Allí nos espera el Señor. Estamos invitadas.

(Son anotaciones tomadas de lecturas diversas)

Elsa Gómez Galindo