Hoy, 22 de agosto, las Misioneras Agustinas Recoletas celebramos el Día de la Fraternidad, recordando con cariño a la Madre Carmela Ruíz de San Agustín.

Ella, siendo apenas una adolescente de 16 años, escuchó la voz del Señor que la invitaba a una vida contemplativa en el monasterio del Corpus Christi, en España. Pero a los 21, descubrió de nuevo que Dios la llamaba… ¡esta vez a la misión!

Y es que, dejarse sorprender por Dios es algo increíble. Cuando uno se abre a lo que Él muestra, su voluntad nos llena de libertad, nos impulsa a romper fronteras y a abrirnos a quienes pone en nuestro camino. No porque seamos muy sabios o inteligentes, sino porque, como la Madre Carmela, aprendemos a ser dóciles: esa riqueza que nada ni nadie puede quitarnos y que se convierte en un regalo para compartir.

Imagina: una joven española en 1930, que sin conocer el idioma ni la cultura, y sin los aviones veloces de hoy, se lanzó feliz a la aventura misionera. En medio de las dificultades, lo que la sostenía era Dios mismo, que la llevaba de la mano.

Por eso ella escribía con tanta emoción:

“Sentía una alegría y un agradecimiento inmenso al comprobar cómo Él me había dado fuerza de voluntad para dejar todo y seguirle. Y mi gratitud era aún mayor al ver cómo me había escogido a mí, entre tantas otras mil veces mejores que yo. Me sentía amada por Dios de una manera especial y, al mismo tiempo, este amor suplía todos los bienes de este mundo para mí”.

(Madre Carmela, pág. 13)