Hemos dado inicio a la tan esperada época estival, un tiempo propicio para disfrutar del descanso necesario y para buscar a Dios en lo cotidiano, en los demás y en nuestro interior. Dejamos atrás un año cargado de responsabilidades, tareas y desafíos que han ocupado —y preocupado— cada uno de nuestros días. Así como es importante aquello que realizamos en servicio y testimonio de nuestra fe, también lo es el cuidado que debemos procurar tanto a los demás como a nosotros mismos.
El cuidado, en su verdadero sentido de amor fraterno, debería ser una de las experiencias personales que procuremos especialmente durante este tiempo. El descanso es un periodo de tregua, de calma y de sosiego para el espíritu; una oportunidad especial “para volver a esa fuente que mana y corre —en palabras de San Juan de la Cruz— aunque sea de noche.” Asimismo, el amor entregado implica cuidar la mirada a la manera de Dios, es decir, mirando como Él lo hace: con ternura hacia el dolor ajeno, con delicadeza hacia el herido que encontramos en el camino, con compasión hacia aquel que necesita una palabra amiga y con una escucha atenta y comprometida para quien se sienta profundamente solo o excluido.
No podemos ignorar el vínculo inseparable que existe entre nuestra fe y los más necesitados, quienes son los preferidos del Padre (cf. Evangelii gaudium, 48). Disfrutemos del descanso merecido, sin olvidar que el Señor sigue escribiendo su historia en nuestras vidas. Solo manteniéndolo a Él presente en el centro de nuestra mirada podremos hacer realidad el sentir más profundo que encierra el Reino de Dios.