Cuando una persona siente la necesidad de vivir una experiencia misionera, no es algo que pueda surgir de un día a otro, pasan años desde que nos ronda la idea hasta que se hace realidad. En esos años se viven cambios en todas las variables que intervienen en el ser humano: desde la adolescencia, con todas las vivencias propias de un adolescente, pero persiste la inquietud misionera; nos insertamos en el mundo laboral con todas las vicisitudes que ello conlleva, pero persiste la inquietud misionera; formamos nuestra propia familia primero con el matrimonio después con las hijas, pero sigue persistiendo la inquietud misionera; y al final, cuando la llamada de Dios es tan sonara que es imposible no oírla se lleva a termino la misión. Y cómo evidentemente es cosa de Dios, Él se encarga de poner en nuestro camino a las personas que nos guían, así como de propiciar esa cadena de acontecimientos o de situaciones que hacen posible esta realidad.

Que buen momento para recordar a Jn 11, 25-29: “Marta, llamó en privado a su hermana María y le dijo: el Señor está aquí y te llama. Al oírlo, se levantó a toda prisa y se dirigió hacia Él. 

¿En cuántos momentos podemos sentir la llamada de Dios? ¿Acaso es casualidad que llegue a tus manos un artículo que te da ideas sobre cómo afrontar una determinada situación de tu vida personal, profesional o familiar? ¿Es casualidad que se cruce en tu camino esa persona que te orienta, posiblemente sin ella misma saberlo, sobre el camino que debes coger? ¿Qué dice la voz de nuestra conciencia cuándo nos encontramos al prójimo desvalido y sin rumbo?  Hay tantas Martas en nuestra vida que nos llaman, que es difícil no oír la llamada de Dios. Por eso, al oír esa incesante invitación de Jesús debería preguntarme: ¿me llena de gozo o debo tapar mis oídos por miedo a saber lo que Jesús quiere y espera de mí, y negarme a dárselo?

(Ap 3, 20) “Mira, estoy a la puerta y llamo. Si uno escucha mi llamada y abre la puerta, entraré en su casa y comeremos juntos”.

Sólo el que realmente abre las puertas del corazón para dejarse llenar de Cristo; es decir, llenarlo de amor hacia los demás, alcanza la verdadera felicidad. Decía San Agustín: No te ames a ti, ámalo a Él. Si te amas a ti, le cierras la puerta a Él. Si lo amas a Él, en cambio, se la abres. ¿Y dónde está Él sino en aquel que tengo cerca? 

Ser de la misión es acercarte al que lo necesita por muy lejos que esté, aunque se tenga que dejar temporalmente a la familia, los amigos, los bienes materiales que nos proporcionan comodidad en nuestra vida diaria… No es malo ampliar la familia y vivir situaciones reales dónde hay que priorizar necesidades. Sobre todo, cuando esa familia te despide desde donde partes (Granada) y te recibe a dónde llegas (Ecuador) con los brazos abiertos, y lo que es más importante, con las puertas de su corazón abiertas facilitándote la entrada para que puedas llenarte del carisma de las Misioneras Agustinas Recoletas. Hay que estar muy cerca de la Verdad para no tener miedo a que un laico conozca nuestra realidad misionera; y escribo nuestra realidad misionera porque ahora me siento parte de ella.  

ALEJANDRO CONTRERAS

 

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