+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 10, 1-9

Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.

Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.

Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!». Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: «El Reino de Dios está cerca de ustedes».

Palabra del Señor.

¿QUÉ DICE EL TEXTO?

La misión de los Doce, tanto en territorio judío (9,1-10) como en territorio samaritano (9,52-53), ha resultado un verdadero fracaso. Jesús no se desanima. Elige ahora a otros setenta y dos y los envía a anunciar el evangelio. Las instrucciones que les da son las mismas, pero el resultado es muy diferente. Su misión resulta un éxito sin precedentes.

Lucas intenta hacer ver la legitimidad y responsabilidad misionera de todos; no sólo de los Doce y sus representantes. Y justifica la expansión universal del cristianismo como encargo personal del propio Jesús que aparece enviando a los setenta y dos a todas partes (este número tiene un valor simbólico de universalidad). La misión tiene carácter comunitario, ha de realizarse de dos en dos con el fin de mostrar con los hechos y la vida lo que se anuncia de palabra.

“Ya ha llegado a vosotros el reino de Dios”. Ésta es la buena noticia que hay que anunciar. La misión consiste en hacerla presente con el testimonio y la praxis: compartiendo, curando a los enfermos, deseando la paz. Empieza un orden nuevo. Los signos son visibles. La paz es el signo bíblico por antonomasia de la presencia de Dios y de su Reino de la salvación y liberación, de los nuevos tiempos.

La urgencia nace de la experiencia positiva de la buena noticia, del deseo de compartirla, del dolor que surge al ver que otros carecen todavía de ella, del anhelo por transformar la realidad. Muchas recomendaciones hay que entenderlas desde esta perspectiva: “Rogad…” “en marcha”, “No os paréis a saludar por el camino”…

Las instrucciones que da Jesús cristalizan en la libertad al discípulo: “No llevéis bolsa, ni alforjas, ni sandalias” (v.45). Es decir, no confiéis en vuestras posesiones, no os apoyéis en el poder. Si no, no podréis ser testigos de la paz, no sabréis dar vida a los demás; en una palabra, no estaréis en condiciones de anunciar que el Reino está cerca.

Ulibarri, F.

 SAN AGUSTÍN COMENTA

Lc 10,1-9: Envió Cristo a los segadores con la hoz del evangelio

En la lectura evangélica que acaba de proclamársenos, se nos invita a indagar cuál sea la mies de la que dice el Señor: La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. Entonces agregó a sus doce discípulos —a quienes nombró apóstoles— otros setenta y dos y los mandó a todos —como se deduce de sus palabras— a la mies ya en sazón.

¿Cuál era, pues, aquella mies? Esa mies no hay que buscarla ciertamente entre los gentiles, donde nada se había sembrado. No queda otra alternativa que entenderla de la mies que había en el pueblo judío. A esta mies vino el dueño de la mies, a esta mies mandó a los segadores: a los gentiles no les envió segadores, sino sembradores. Debemos, por consiguiente, entender que la cosecha se llevó a cabo en el pueblo judío, y la sementera en los pueblos paganos. De entre esta mies fueron elegidos los apóstoles, pues, al segarla, ya estaba madura, porque la habían previamente sembrado los profetas. Es una delicia contemplar los campos de Dios y recrearse viendo sus dones y a los obreros trabajando en sus campos.

Estad, pues, atentos y deleitaos conmigo en la contemplación de los campos de Dios y, en ellos, dos clases de mies: una, ya cosechada, y otra todavía por cosechar: cosechada ya en el pueblo judío, todavía por cosechar en los pueblos paganos. Vamos a tratar de demostrarlo. Y ¿cómo hacerlo sino acudiendo a la Escritura de Dios, el dueño de la mies? Pues bien, en el presente capítulo hallamos escrito: La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. En otro lugar el Señor dijo a sus discípulos: ¿No decís vosotros que todavía queda lejos el verano? Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega. Y añadió: Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. Trabajaron Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, los profetas; trabajaron sembrando y al llegar el Señor se encontró con una mies ya madura. Enviados segadores con la hoz del evangelio, acarrearon las gavillas a la era del Señor, donde había de ser trillado Esteban (…)

Sermón 101, 1.2.3.11

¿QUÉ ME DICE A MI EL TEXTO?

Experimento el gozo de la vocación recibida para vivir y llevar a otros el Evangelio, la buena noticia de salvación. ¡Gracias, Señor! Él me ha elegido para vivir la alegría de mi vocación como misionero en la Iglesia.

Jesús nos anima a vivir alegres: Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo (v. 20). Cuando la tarea pastoral y misionera sea dura y aparentemente ineficaz, es el momento de dar gracias al Padre, que nos ama, y nos ha unido a la hermosa tarea de su Hijo Jesús.

Jesús nos anima a seguir adelante, sacudir los pies, no paralizar nuestro esfuerzo misionero porque no se vean los frutos. A nosotros nos toca sembrar y sembrar.

En la presencia del Señor, debo revisar si mi pequeña tarea evangelizadora la atribuyo al Espíritu o a mis cualidades. El apóstol es “enviado”. Quien da el fruto es el Señor.

¿QUÉ ME HACE DECIR EL TEXTO A DIOS?

Señor, pongo lo que soy y lo que tengo al servicio de la Buena Noticia de tu salvación. No quiero atribuirme ningún éxito. Ni me dejaré desanimar por los fracasos de mi actuación. Quiero poner en Ti, Señor, mi tarea pastoral en todos los aspectos. Si Tú quieres, envíame, una vez más, a ser tu apóstol. Nuevamente quiero escuchar tus palabras de envío: ¡En marcha! (v. 3). Tú eres el que haces fructificar mi tiempo, mis palabras y mi cansancio. Gracias, Jesús, por haberme elegido como discípulo y misionero.

ORACIÓN

Dios nuestro, que por la humillación de tu Hijo
levantaste a la humanidad caída;
concédenos una santa alegría,
para que, liberados de la servidumbre del pecado,
alcancemos la felicidad que no tiene fin.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios por los siglos de los siglos.