CAPÍTULO XI

Lucha decisiva entre el espíritu y la carne

Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.

Y me decían a mí mismo interiormente: «¡Ea!, sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.

Me retenían frivolidades de frivolidades y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías, tirándome del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y «¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?»

¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh, qué suciedades me sugerían, qué indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.

Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?».

Pero esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.

Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!

Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará».

Y me llenaba de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas frivolidades y, vacilante, permanecía suspenso. Pero de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra, a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios.

Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción.

CAPÍTULO XII

La conversión total a Dios («¡Tolle, lege!»)

Pero, apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio —pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad— y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.

Permaneció él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas. Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana! (cras et cras)? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».

Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había la punto convertido a ti con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.

Entonces, registrando el códice con el dedo o con no sé qué otra señal, lo cerré, y con rostro ya tranquilo conté a Alipio lo sucedido, quien a su vez me indicó lo que estaba pasando por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe, lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.

Después entramos a ver a mi madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con sollozos y lágrimas piadosas.

Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a mi madre. Y así convertiste su llanto en gozo, mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.

Del libro de las Confesiones