Un dejarse esculpir

Invitación a la Cuaresma

Cuentan del famoso Miguel Ángel, que una vez en que llegó a su taller de escultor el Papa Julio II, se encontraba arrebatado dándole fuertes golpes a un gran bloque de mármol. Le pregunta el Papa: “¿Por qué golpeas así tan fuerte?”. Miguel Ángel le responde: “No ve que hay un ángel atrapado en este bloque de mármol? ¡Trabajo para liberarlo!”.

La cuaresma, con su propuesta central de la conversión, es un dejarse esculpir con el cincel de la Palabra que ayuda a que emerja el hombre nuevo en que nos hace Cristo. Por eso es un tiempo propicio, de trabajo intenso de Dios en nosotros. Lo hacemos emprendiendo un viaje de cuarenta días que nos lleva hacia la inmersión bautismal en el Señor Crucificado y Resucitado.

 

 

La penitencia es como el golpe del cincel. Un trabajo cuidadoso, paciente e inteligente, propio de escultor, quien toca fuerte no para herir sino para embellecer. Quizás algunas cosas se tendrán que remover, picar o cavar para sacar la verdadera imagen depuesta en cada uno de nosotros, la imagen con que Dios nos ha soñado y para la cual nos ha creado primero y luego, por causa del pecado, redimido: para que tengamos la forma de Jesús (cf. Gal 4,19), la belleza de la santidad. Se trata de que aparezca la obra maestra de Dios. Si al culminar la primera creación él admiró y dijo que le quedó muy bueno (Gn 1,31); en la nueva, con el gozo del Espíritu Santo, seremos nosotros los que celebraremos una nueva historia cantando: “Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 118,24).

El gesto simbólico de la ceniza, con el cual hacemos la apertura, ya nos invita a fijarnos en esto, que se trata de una nueva creación. El rito sintetiza el proceso y lo convierte en programa: el hombre viejo ha sido hecho polvo y con ese polvo el Señor nos modela como personas nuevas. Pues sí, Dios nos crea, pero no de forma genérica sino a partir de lo que somos, incluso desde la materia de nuestro pecado. Lo lleva a cabo por la ruta del misterio pascual de Jesús, por un camino de muerte y resurrección, de victoria y de plenitud.

Esta programa parece estar inscrito en la naturaleza. Pensemos un momento en el espectáculo que nos aguarda los próximos días: saldremos del letargo del invierno y entraremos poco a poco en la primavera rebosante de vida, de germinación. Como ocurre con la repetición anual de las estaciones, no importa cuántas hayamos vivido, ella siempre llega de nuevo: la cuaresma no envejece, sino al contrario, es ella quien nos rejuvenece con su potente dinamismo que brota de la fuente vivificante de la misericordia del Señor. La cuaresma nos expone la mano tendida del Dios de la vida.

Por nuestra parte, ¿qué tenemos qué hacer? Ante todo volver a encontrarnos con nuestra propia verdad y autenticidad desnudando el corazón en la presencia del Señor.

Se nos pide que hagamos obras de caridad, sí; que oremos más intensamente, también; que ofrezcamos el sacrificio de nuestro ayuno. ¡Pero también los hipócritas hacen obras de caridad, oran y ayunan! (cf. Mt 6,1-18). Lo único que nos podrá distinguir y que nos alejará de una pantomima espiritual será la unificación de la vida desde lo hondo de ese corazón que sólo el Padre conoce bien, él a quien no escapa ninguna de nuestras inquietudes y anhelos.

Para lograrlo hay que cuidar el silencio, esto es, callar, callar la buena cantidad de palabras que sofocan lo cotidiano y apagar los múltiples pensamientos, para llenarlos con la Palabra de vida y con el don que el Señor Crucificado-Resucitado nos hace de sí mismo en cada Eucaristía. Por la vía de una oración cualificada de esta manera, veremos cómo todo recomenzará desde el Señorío de Jesús como nuestro centro.

Si con el silencio renunciamos a los ruidos, con el ayuno y la abstinencia ponemos de lado, nos liberamos, de cualquier dependencia idolátrica. Con ellos declaramos dónde creemos hallar el alimento realmente esencial, apartando las viandas que pueden ser gratificantes, sí, pero que a fin de cuentas no satisfacen el corazón ni dan crecimiento. Ayunamos y nos abstenemos también para ejercer el valor de la solidaridad con quien cotidianamente no tiene de qué alimentarse. Y ocurre también a la inversa, porque la caridad nutre a quien sabe dar dándose.

En este silencio más prolongado de la oración y en el privarnos voluntariamente de algo para tomar conciencia de lo esencial y para compartir, nos percatamos de que nuestro corazón está en lucha, de que estamos en un campo de combate: resistencias, malestares guardados, repugnancias, debilidades. Si en el adviento el corazón vela amorosamente en la noche aguardando la venida del Señor, en la cuaresma se deja purificar del atontamiento espiritual, del cansancio, de la dureza y del escepticismo, estas cosas a las que uno se acostumbra pero que impiden el avanzar propio y maltratan el de los otros que comparten nuestra ruta.

El esfuerzo espiritual, que llamamos ascesis, busca disponer nuestro ser entero para acoger la acción del Señor. Jesús no se resucitó a sí mismo, fue el Padre quien recibiendo la entrega de su Hijo lo levantó de la muerte y lo constituyó primogénito de la nueva creación. Es lo mismo que ofrece hacer con nosotros si nos arrojamos en sus manos. El saber desde ya cuál es la meta nos anima a dar el primer paso.

Un amor de brazos abiertos nos espera. Un amor, como dice el antiguo himno mozárabe, de “brazos abiertos para amar y manos clavadas para no castigar”.

 

“¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor

(Salmo 118,1.29).

 

P. Fidel Oñoro, cjm

2013